La izquierda necesita un villano

La izquierda necesita un villano

Rajoy se ha ido. No sabemos si se repondrá políticamente de su censura como presidente o se retirará para no volver. Eso para mí es una incógnita aunque reconozco que su figura tiene un valor mucho mayor del que se le suele reconocer. Su imagen, según todas las encuestas, está por los suelos desde hace años, siendo el político menos valorado de todo el Estado español. Con su partida la izquierda gana algo mucho más importante que tener al PP fuera del gobierno, la posibilidad de un relevo en la derecha que conlleve el surgimiento de un líder al que realmente se le pueda odiar.

En la izquierda funcionamos así, qué le vamos a hacer. Somos pasionales ante todo y aunque intentamos atender a razones, lo cierto es que casi siempre nos dejamos llevar por la visceralidad. Así nos va. Aunque pueda parecer paradójico, la derecha tolera mucho mejor la pluralidad consustancial a la política y está acostumbrada a la rivalidad y el enfrentamiento. Quizá sea porque entiende como algo legítimo la ambición personal y comprenden el innegable hecho de que el elemento sustancial a lo político es el conflicto, el enfrentamiento; y que solo a partir de este suceso constituyente pueden derivarse las políticas de alianza y apoyo mutuo para conseguir fines colectivos (en su caso, los de la clase dirigente). En las filas de Pancho Villa la cosa funciona de otra manera, nos erigimos como adalides de la defensa de la pluralidad pero somos incapaces de tolerarla, tanto desde la posición de subalternidad como de poder. La gestión de las diferencias internas en la izquierda es uno de los factores clave en su fracaso histórico. Aquí, mires donde mires, todo está lleno de traidores, colaboracionistas o egos mal gestionados. Aspiramos a conformar una comuna utópica sin atender al hecho de que convivimos con todo aquello que consideramos odioso, que forma parte de nosotros y que es un factor más con el que hay que lidiar.

Por eso la derecha supo constituir en época de Aznar una organización cesarista y casi dictatorial. Modelo que forma parte de su cultura política y que con gran acierto ha sabido copiar Ciudadanos. Su fortaleza es la gestión de la pluralidad interna con mano de hierro, donde la escisión (fruto de la política pesebrista de la que solo la izquierda se avergüenza) es un absurdo tan absurdo como común resulta en la izquierda. Su debilidad, sin embargo, es la debilidad del líder al cual unen en colectivo su destino. Puede que Rajoy sea el político menos valorado en todo el estado pero no así entre los suyos, quienes le reconocen su tremenda capacidad de resistencia y de análisis y ejecución táctica ¿A alguien se le ocurre que pudiera pasar lo mismo con algún líder de izquierdas?

Mariano Rajoy se presentó como heredero del aznarismo, que lo había sido todo durante los años boyantes del Milagro español, aguantando bajo su estela los dos largos mandatos de Zapatero. Conforme la crisis arreciaba, Rajoy supo alejarse progresivamente del aznarismo que no solo era su sombra sino que también pretendía tutelarlo. Purgó el partido congreso a congreso, comunidad a comunidad, ayuntamiento a ayuntamiento; colocando allí donde podía su personal de confianza y blindándose de la vieja guardia. Allí donde no pudo acabar con sus rivales internos simplemente los aisló, cercó y sitió a la espera de que el hambre y vientos favorables le hicieran el trabajo (aunque el destino, a veces, debe ser forzado).

Aguantó y aguantó. En 2011 el proyecto continuista del zapaterismo que representaba Rubalcaba hacía aguas. Con el 15M y la crisis de representatividad a sus espaldas, el PP se alzó con la mayoría absoluta en el plano autonómico y estatal: la hora de Mariano había llegado. Con el gobierno en su mano pudo quitarse definitivamente la losa del aznarismo y controlar el PP completamente según su propio criterio al mismo tiempo que comenzó la decadencia de sus rivales y de toda la vieja guardia. Rajoy se convirtió en la antítesis del aznarismo: un perfil burocrático, gris y falto de toda pasionalidad. La razón de estado se imponía en los peores momento de la crisis, con una movilización social no vista desde hacía décadas y ante la amenaza del rescate. Rajoy se erigió como el principal valedor de la estabilidad ante una izquierda sublevada en las calles y ahogada ante sus problemas de representatividad.

La aznaridad fue superada por su perfil contrario, estéticamente mucho menos autoritario (lo cual era completamente al revés en la calle), valedor de un marco centrista y casi tecnocrático bajo la larga sombra de Angela Merkel. Rajoy supo labrarse una imagen pública ante todo funcional, alejada de la grandilocuencia de Aznar y que primaba la fontanería por encima de la opulencia o el liderazgo de macho alfa. Asentó el ejercicio de su poder en la legitimidad que se derivaba de ser garantía de estabilidad ante un mundo convulso y no sobre la fortaleza de su liderazgo. Supo ser un mal menor, mantener un perfil bajo y no convertirse en el objeto de la ira de la gente en un momento de crisis en el cual lo normal hubiera sido descargar la culpa sobre la figura del gobernante.

Su mayor victoria ha sido siempre conseguir que hasta sus enemigos -la clase obrera y la izquierda- lo tomen más como un tonto con suerte que como un enemigo peligroso. El lobo en la piel del cordero. Así lo hemos visto durante mucho tiempo y así parece que también lo llegaron a ver los rivales de entre sus filas. Siempre minusvalorado a la sombra del líder arquetípico del gran bigote pero siempre ahí, resistiendo. No era un líder invicto porque se pasó varias elecciones perdiendo consecutivamente; no se codeaba con grandes líderes internacionales; no lideraba grandes causas polémicas ni se mostraba iracundo ante los grandes enemigos de la derecha. Incluso su fracasada oratoria se volvió en su favor, proyectando una imagen de abuelito entrañable que se traba al hablar. La izquierda nunca lo vio como un rival digno porque no estaba a la altura de los villanos que deben ser los líderes fachas de la derecha. Como Rajoy era un burócrata mediocre y no un hábil estratega el problema debía estar, pues, en la propia izquierda que estaba siendo incapaz de superarle.

Cuando llegó el temporal Podemos y la violenta ventisca del Procés, Rajoy los usó en su propio beneficio ante la desesperación de una extrema derecha que nuevamente veía como un líder sin sustancia asumía la labor de la defensa de la patria. En inicio Ciudadanos también jugó a su favor, canalizando el voto protesta y recortando el horizonte transveral que una vez tuvo Podemos. El resto de la historia la conocemos bien. Mariano se sacudió la sombra del aznarismo demasiado tarde, en febrero de 2009 había pronunciado la famosa frase de que “esto no es una trama del PP, es un trama contra el PP” lo cual, unido a sus sms en apoyo a Bárcenas y el hecho de haber formado parte del gobierno de Aznar, hacía que su figura fuera el último gran vínculo simbólico del PP con la corrupción de aquel periodo. Su imagen bonachona, entrañable e inofensiva no le serviría ante este huracán.

Rajoy siempre ha sido lo que la izquierda no necesitaba, un líder que desviaba las pasiones o que generaba más lástima que odio. La izquierda es, como decíamos, preeminentemente pasional y sin un líder al que odiar tiene complicado componerse para salvar su propia tragedia interna y comenzar a combatir al enemigo exterior. Mariano nunca ha sido un ser detestable como sí lo fue Aznar, Berlusconi o Bush. Preferíamos reirnos de las cagadas de sus frases que detestarle porque nunca lo consideramos digno de nuestro odio. En Aragón sabemos mucho de esto porque lo hemos sufrido por partida doble, nuestro presidente Lambán explota bien esta imagen gris y desapasionada que impide cualquier oposición pasional.

La izquierda necesita un villano para encontrar un punto en común que conmueva todas sus pasiones. Necesitamos como agua de mayo un ser mitológicamente maléfico que nos movilice desde la visceralidad, todo lo contrario a lo que representaba Rajoy. Necesitamos la repulsión que nos producen los pijos encorbatados y arrogantes. Quizá Albert Rivera pueda cumplir esa figura, de momento no va por mal camino aunque aún está por ver cómo la sensación de que es alguien que oculta sus verdaderas intenciones va calando para generar entre la gente corriente un razonable temor a un gobierno naranja. Hace falta un líder conservador que odiar y temer tanto como la derecha odia y teme a Pablo Iglesias. Mientras tanto tendremos que recordar que la imagen pública no es algo que simplemente surja o que dependa solo de la propia persona y su estrategia de comunicación. Podemos y debemos influir en ella aunque con Rajoy hasta los que sabíamos con certeza de su calaña decidimos reírnos con su verborrea y con ello pagamos con seis largos años de gobierno derechista nuestro error.